Esta serie está dedicada a cuadernos famosos que, de una u otra forma,
han dejado su huella en la historia. Leer más: Cuadernos famosos
PodrÃa hablarles mucho de los cuadernos de Ernest Hemingway (USA, 1899-1961); podrÃa decirles que se conservan cuadernos suyos incluso de cuando era un niño; que recientemente se ha encontrado la primera historia de ficción que escribió en uno de ellos; que lo anotaba todo: lo que sucedÃa en el dÃa, sus listas para empaquetar las maletas, anotaciones detalladas de sus dÃas de caza y pesca, sus listas de compra, los gastos familiares, hasta llevaba en una época un registro de los perÃodos de su esposa… PodrÃa decirles todo esto y mucho más sobre su gran afición al uso de los cuadernos, pero prefiero hacer esta entrada bien cortita por mi parte, y que sea él mismo quien les cuente cómo los usaba para crear. Los dejo, pues, con un par de fragmentos de su libro ParÃs era una fiesta:
El instrumental necesario se reducÃa a las libretas de lomo azul, a los dos lápices y el sacapuntas (afilando el lápiz con un cortaplumas se echa a perder demasiada madera), a los veladores de mármol, y al olor a mañana temprana y a barrido y fregado y buena suerte. Para la buena suerte, habÃa que llevar en el bolsillo derecho una castaña de Indias y una pata de conejo. HacÃa tiempo que la pata de conejo habÃa perdido su pelo, y los huesos y tendones relucÃan de tanto frote. Las uñas rascaban a través del forro del bolsillo, y asà uno se acordaba de que allà seguÃa la buena suerte.
Ciertos dÃas la cosa marchaba tan bien que uno lograba construirse el campo y pasear por el, y andando entre leña cortada salir a un claro del bosque, y subir por una cuesta hasta otear las lomas, más allá de un brazo del lago. Tal vez ocurriera que la mina del lápiz se rompÃa dentro del embudo del sacapuntas, y uno recurrÃa a la hojita del cortaplumas para expulsar el pedacito de plombagina o tal vez para afilar cuidadosamente el lápiz con su buen filo, y entonces metÃa uno el brazo por la correa de la mochila, en su salazón de sudor, y levantaba la mochila y pasaba el otro brazo por la otra correa, y sentÃa el peso repartiéndose por la espalda, y sentÃa las agujas de pino debajo de los mocasines al echar a andar por la bajada hacia el lago.
Y en aquel momento una voz se hacÃa oÃr:
—Hola, Hem. ¿Qué diablos estás haciendo? ¿Pretendes escribir en un café?
Se acabó la buena suerte, y uno cerraba la libreta. Era lo peor que podÃa ocurrir.
Era un café simpático, caliente y limpio y amable, y colgué mi vieja gabardina a secar en la percha y puse el fatigado sombrero en la rejilla de encima de la banqueta, y pedà un café con leche. El camarero me lo trajo, me saqué del bolsillo de la chaqueta una libreta y un lápiz y me puse a escribir. Estaba escribiendo un cuento que pasaba allá en Michigan, y como el dÃa era crudo y frÃo y resoplante, un dÃa asà hizo en mi cuento. Por entonces, ya los fines de otoño se me habÃan echado encima de niño y de muchacho y de joven, y, puestos a describirlos, en unos lugares salÃa mejor que en otros. A eso se le llama trasplantarse, pensé, y a lo mejor les conviene tanto a las personas como a otras especies cuando crecen. Pero en mi cuento los amigos bebÃan unas copas y me entró sed y pedà un ron Saint James. SabÃa a maravilla con aquel frÃo y seguà escribiendo, sintiéndome muy bien y sintiendo que el buen ron de la Martinica me corrÃa, cálido, por el cuerpo y por el espÃritu.
Una chica entró en el café y se sentó sola a una mesa junto a la ventana. Era muy linda, de cara fresca como una moneda recién acuñada si vamos a suponer que se acuñan monedas en carne suave de cutis fresco de lluvia, y el pelo era negro como ala de cuervo y le daba en la mejilla un limpio corte en diagonal.
La miré y me turbó y me puso muy caliente. Ojalá pudiera meterla en mi cuento, o meterla en alguna parte, pero se habÃa situado como para vigilar la calle y la puerta, o sea que esperaba a alguien. De modo que seguà escribiendo.
El cuento se estaba escribiendo solo y trabajo me daba seguirle el paso. Pedà otro ron Saint James y sólo por la muchacha levantaba los ojos, o aprovechaba para mirarla cada vez que afilaba el lápiz con un sacapuntas y las virutas caÃan rizándose en el platillo de mi copa.
Te he visto, monada, y ya eres mÃa, por más que esperes a quien quieras y aunque nunca vuelva a verte, pensé. Eres mÃa y todo ParÃs es mÃo y yo soy de este cuaderno y de este lápiz.
Luego otra vez a escribir, y me metà tan adentro en el cuento que allà me perdÃ. Ya lo escribÃa yo y no se escribÃa solo, y no levanté los ojos ni supe la hora ni guardé noción del lugar ni pedà otro ron Saint James. Estaba harto de ron Saint
James sin darme cuenta de que estaba harto. Al fin el cuento quedó listo y yo cansado. Leà el último párrafo y luego levanté los ojos y busqué a la chica y se habÃa marchado. Por lo menos que esté con un hombre que valga la pena, pensé. Pero me dio tristeza.
Cerré la libreta con el cuento dentro y me la metà en el bolsillo de la cartera, y pedà al camarero una docena de portuguesas y media jarra del blanco seco que allà servÃan. Al terminar un cuento me sentÃa siempre vaciado y a la vez triste y contento, como si hubiera hecho el amor, y aquella vez estaba seguro de que era un buen cuento, aunque para saber hasta dónde era bueno habÃa que esperar a releerlo al dÃa siguiente.
Nuestros cuadernos coptos son de tapas duras, con una obra original pintada a mano en la cubierta, y 80 hojas de buen papel en blanco, en las que puedes comenzar a escribir tu próxima novela. ¡Descúbrelos!